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Relatos

Soledad

Cuento corto sobre el abandono que pueden llegar a tener personas que viven solas, sobre todo durante la pandemia, en este caso con enfermedades concomitantes.

Por Santiago Barrantes Moreno

Otra vez estaba dentro de la casa. Julio lo oía y lo sentía, pero no sabía dónde estaba escondido. En una casa de 5 habitaciones y 3 baños es fácil esconderse. Aunque tenga el piso de madera vieja y el techo lleno de murciélagos, es fácil esconderse y no hacer ruido. Pero sí lo hacía, y a propósito. Julio sabía que no podía llamar otra vez a la policía, ya que la última vez lo tomaron como un idiota. Tampoco podía llamar a sus vecinos, pues la siguiente casa quedaba a 7 km, a las afueras del bosque. Esa noche llovía y hacia frio; Julio no quería moverse de su sillón del salón, pues consideraba que ahí estaba a salvo.

Estaba dentro de la casa, pero ¿dónde? No sabía por dónde había entrado, ya que se cercioraba de cerrar todas las ventanas y puertas de la casa, pues la última vez le pareció que había entrado por la ventana del baño del segundo piso. No entendía porque lo atormentaba, no entendía porque lo visitaba y no entendía porque le decía semejantes cosas, dormir en el bosque, quemar la casa, esas terribles ideas caníbales. Simplemente no lo entendía. ¿Por qué lo tenía que atormentar a él? Él no había hecho nada malo durante su vida. En realidad no había hecho nada durante su vida. Después de que murieron sus padres solo le quedaron algunos tíos lejanos y ningún amigo. Por fortuna le dejaron la casa; comía lo poco que pudiera cazar en el bosque, como conejos o zarigüeyas, y el resto lo adquiría con las pocas limosnas que sus vecinos le daban. No era su culpa que no consiguiera trabajo, todos los empleadores decían que era demasiado flojo y demasiado “raro”, pero él en verdad se esforzaba. Por eso los últimos 12 años había estado viviendo solo en la casa. Esa casa, esa vieja y húmeda casa, era todo lo que tenía. Y ahora ese maldito había vuelto a descubrir cómo entrar.

Esta vez no había vuelto a decirle nada, solo se limitaba a caminar en el segundo piso, de un lado a otro, pisando fuerte para que lo oyera. Julio ya había limpiado el desorden de la vez pasada y había reparado las puertas rotas. No entendía por qué lo visitaba y atormentaba. ¿Qué podía tener Julio de interesante para que aquel maldito lo molestara constantemente?

Julio nunca lo había visto, era bastante escurridizo y siempre sabía cuándo se paraba para ir a buscarlo y confrontarlo con un machete en la mano. Una vez casi lo atrapó y lo alcanzó a herir en una pierna, pero el maldito escapó. Al menos disfrutó limpiando la sangre coagulada que yacía en el tapete. Había hecho sangrar al maldito. Disfrutó limpiando cada gota y disfrutó el olor húmedo y ferroso de la sangre. Pero eso solo fue una vez.

Las demás veces solo lo oía moverse por ahí, rascando las paredes y arrastrando los pies, y de vez en cuando lo oía hablar. Por fortuna Julio había aprendido a manejar su ansiedad y su miedo y no le hacía caso. Sabía que lo de su madre había sido un accidente y que su padre estaba bien muerto y enterrado ya sin vida. No le hacía caso en nada de lo que decía, excepto por esa vez en el bosque.

Julio se paró de su sillón pues tenía frio y quería una manta, así que se desplazó hasta un armario saliendo del salón en donde guardaba todas sus cobijas y ropa caliente. Abrió las gruesas puertas de roble oscurecido por los años del armario y adentro encontró varias mantas mal dobladas y sucias. Olía a moho y humedad, estaban sucias pero era lo que tenía. Buscó entre las mantas una azul que le gustaba especialmente por ser la más suave y caliente. Ésta estaba debajo de dos mantas cafés, así que las levantó lentamente y fue descubriendo debajo de ellas lo que no logró identificar al principio. Era algo viscoso y pegajoso de color café rojizo y olía a putrefacción. Tiró fuera del armario las dos mantas cafés y asqueado y con los ojos bien abiertos descubrió algo que parecía ser masa encefálica probablemente en proceso de descomposición. Eso no tenía sentido, pues hacia solo dos horas había abierto el mismo armario para sacar el pantalón que llevaba esa fría noche.

Claro, el maldito lo había puesto ahí. Claro que tenía sentido. Lo que no entendía era qué pretendía poniendo eso en su armario. Tampoco estaba seguro de lo que era. Podían ser sesos de algún animal o peor pero poco probable, de algún humano. No sabía diferenciar entre vísceras animales de vísceras humanas, aunque una vez si había visto muy claramente sesos humanos. Pero de eso ya hacía mucho tiempo, esa vez cuando tomó por el cuello a…

Le molestó que lo hubiera puesto ahí. Lo irritó, lo enfureció, lo humilló mientras ponía sigilosamente esa asquerosidad en su armario. Julio gritó maldiciéndolo. No obtuvo respuesta, no se oía nada. Gritó de nuevo más fuerte y le dio un golpe al armario. Nada. Así que gritó con ira, con furia, con odio, gritó lo más fuerte que pudo mientras le pegaba patadas al armario. No se oía ya nada en la casa, salvo la madera húmeda crujiendo y algún grillo allá afuera.

Julio se devolvió a su sillón y tomo la caja de pastillas que tenía en la mesita del lado. Leyó la etiqueta: “clozapina”. No las había vuelto a tomar, ya que aquel maldito despreciable las pudo haber cambiado en cualquier momento. No confiaba en aquellas pastillas. Tampoco confiaba mucho en el médico que se las había recetado. Sacó el blíster de la caja y vio las blancas tabletas enfiladas. Sacó seis tabletas y se las metió a la boca. Cogió el vaso de leche ya pasada que tenía en la mesita y con un sorbo se las tragó mientras pensaba que debía dormir, descansar, que necesitaba un reposo de todo aquello. Se quedó dormido.

Julio despertó tras quien sabe cuántas horas de estar inconsciente. Tenía una mancha de baba seca que bajaba por su mentón hasta su camisa, tenía los dedos morados, sentía los labios entumecidos, estaba mareado y cansado, como si lo hubieran atropellado. Miró por la ventana y vio que estaba amaneciendo.

Se levantó del sillón con dificultad, dio tres pasos y cayó al suelo. Se levantó de nuevo y, con dificultad, fue hacia el baño del pasillo. Mientras pasaba al lado del sillón notó que las mantas cafés que había tirado estaban limpias, como también la buena manta azul que tanto le gustaba. Allí no había nada. Confundido, continuó su camino al baño, entró en este y se sentó en el inodoro. Miró dentro de la basura y había dos cajas de las mismas pastillas. Llevaba acumulando dos meses las pastillas sin tomarlas.

Mientras sacaba de la basura las dos cajas comenzó a llorar. Estaba triste, se sentía solo, alejado, diminuto. Él no tenía la culpa de estar enfermo y solo. Enfermo y sin nadie que lo cuidara, nadie que le hablara, nadie que lo devolviera a la realidad. Volteó una de las cajas mientras leía con dificultad entre sollozos: Antipsicótico atípico. Usar solo según criterio médico”. Dejó las cajas al lado del lavamanos, se levantó y se limpió.

Mientras salía del baño y caminaba hacia el salón le volvió a dar el dolor en su pierna, no había cicatrizado del todo la herida de aquel machetazo y a veces le volvía a sangrar. No oía nada, más que sus pasos. Se sentó en el sillón y pensó: “bueno…al menos el maldito se fue”. Pero no se había ido. Nunca se había ido y hace mucho que estaba ahí, y ahí se iba a quedar, en su cerebro, en su mente, esperando que Julio volviera a olvidar su medicación para volver a hacerse fuerte y poderlo volver a atormentar como tanto le gustaba.