Relato de Katherine Mansfield en el libro “Medicina en Arte y Literatura”
Las voces de los enfermos se han dejado escuchar poco en la historia de la medicina, salvo en algunos relatos destacados en el libro “Medicina en Arte y Literatura”, como el que compartimos aquí, de Katherine Mansfield.
Katherine Mansfield (19 de diciembre de 1920)
SUFRIR
Quisiera que estas líneas fueran acogidas como mi confesión.
No hay límite al sufrimiento humano. Cuando uno piensa: «Ahora he tocado el fondo del mar,
ahora no puedo ir más hondo», aún va más hondo. Y así para siempre. El año pasado en Italia
pensé: «Una sombra más y ya será la muerte.» Pero este año ha sido tan terrible, que pienso
con cariño en la Casetta. El sufrimiento es ilimitado, es la eternidad. Una tortura sola es un
tormento eterno. El dolor físico es juego de niños. Si uno tuviera el pecho oprimido por una
piedra muy gorda, aún podría reír.
No quisiera morir sin haber dejado escrita mi creencia en que el sufrimiento puede ser
superado. Pues lo creo. ¿Qué es lo que hay que hacer? No se trata de lo que llamamos: «ir más
allá». Esto es falso.
Hay que someterse. No resistas. Acógelo, déjate anonadar. Acéptalo enteramente. Que el dolor
sea parte de la vida.
Todo lo que en la vida aceptamos plenamente, experimenta un cambio. Así es que el dolor
tiene que volverse Amor. Ahí está el misterio. Eso es lo que tengo que hacer. Tengo que pasar
del amor personal a un amor más grande. Tengo que dar a la vida entera lo que he dado a uno.
La agonía presente pasará si no mata, no durará. Ahora soy como un hombre al que han
arrancado el corazón, pero…, soporta…, soporta. Como en el mundo físico, en el espiritual el
dolor no dura eternamente. Ahora sólo es terriblemente agudo. Es como si hubiese habido un
accidente espantoso. Si consigo no volverlo a vivir a cada instante, en todo su horror y
brutalidad, y no recordarlo continuamente, entonces seré más fuerte.
Aquí, por un extraño fenómeno, se yergue la figura del doctor Sorapure. Era un buen hombre.
No sólo me ayudaba a soportar el dolor, sino que me sugería la idea que quizá la enfermedad
física es necesaria, es un proceso reparador, y siempre me hacía considerar que el hombre sólo
tiene una ínfima parte en la historia del mundo. Mi doctor, bondadoso y sencillo, era puro de
corazón, como Chéjov era un corazón puro. Pero para estos males es uno mismo su propio
doctor. Si el «dolor» no es un proceso reparador, yo haré que lo sea. Aprenderé la lección que
él mismo enseña. Estas no son palabras vanas. No son consolaciones para enfermos.
La vida es un misterio. El dolor espantoso desaparecerá. Tengo que volverme hacia el trabajo.
Tengo que transformar mi suplicio en algo diferente, cambiarlo. «El dolor se convertirá en
alegría.»
Es perderse aún más enteramente, amar aún más profundamente; percibir que uno forma parte
de la vida, que no está separado.
¡Oh, vida, acéptame! Haz que sea digna de ti, enséñame.
Escribo esto. Levanto los ojos. En el jardín las hojas se mueren, el cielo es pálido, y me doy
cuenta que estoy llorando. Es difícil, es difícil morir bien.
Vivir -vivir-, esto es todo. Y dejar la vida como la dejó Chéjov y como Tolstoi la dejó.
Después de una operación terrible, me acuerdo que cada vez que pensaba en lo que había
sufrido cuando me ataron y tendieron en la mesa de operar, lloraba. Cada vez volvía a sufrir
aquella tortura, y era intolerable. Esto es lo que hay que vencer. ¡Cosa extraña! Las dos únicas
personas que me quedan son Chéjov -muerto- y el doctor Sorapure, distraído e indiferente. Son
los dos hombres buenos que he conocido.